Jamil Flores
"Semillas"
I
6:58 de la mañana y el corazón producía redobles interminables bajo el pecho de Raúl, los dos minutos restantes para la siguiente hora del día parecían enlentecer el tiempo. El rostro compungido, los labios helados y los ojos inquietos observaban entrar a los niños por la pequeña puertecilla que advertía la tardanza, uno a uno agarrados de la mano de un apuradizo papá. Raúl quedó con
ojos vidriosos por unos segundos al ver lo que tenía enfrente.
La mañana empezaba con unos grados menos de lo normal y era preciso vestirse de abrigos para guardarse del frío. Sin darse cuenta, su mano derecha se entrelazaba con una mano pequeña y arrugada. Miró fijamente a la pared y las manecillas indicaban 7:00 en punto. Como por obra de un hechizo llegó a la subdirección sin tener noción del tiempo ni del espacio.
- Buenos días – ensayó una sonrisa profesional –, vengo de parte de Jaqueline.
- ¿Jaqueline? – Pensó la subdirectora mirando al suelo – Ah, sí... Jaqueline, la miss Jaqueline Páramo, una eficiente trabajadora de la institución.
Dos días antes, la miss Jaqueline había solicitado unos días de permiso.
- No entiendo por qué pidió descanso, pero debe ser por algo urgente. Bueno, esperemos que haya una solución inmediata a su inconveniente.
-...
- Bien, ella te recomendó. Aún eres estudiante, ¿verdad?
- Claro, este es mi último año.
- Perfecto, profesor Raúl. Su currículo por favor.
- Ahí tiene...
La subdirectora abrió el folder pálido y observó minuciosamente con sus ojos achinados de tono café. De vez en cuando se quitaba los lentes para dar una mirada al reemplazo de su trabajadora. Al cabo de algunas preguntas efectuadas al aspirante que cubriría los días de la ausentada, extendió unos papeles, indicando:
- Firme y ponga su huella aquí por favor. En este... acá también, uno en este, y una más en este... y finalmente aquí. Muy bien profesor, mañana empieza. Aquí le hago entrega de la unidad y las sesiones que se han venido desarrollando en los grados de los que estará a cargo. Aquí tiene el horario. Conforme van pasando los días irá adaptándose al ritmo de trabajo en la institución.
Bien, ¿alguna duda?
- No... no. Más bien muchas gracias. Un gusto – extendió la mano a la subdirectora.
- El gusto es mío. Comienza mañana mismo.
II
La humedad de la noche entristecía a las estrellas y entumecía a una luna que protestaba por su presencia con su mirada mustia
desde lo alto. De los techos de calamina se deslizaban pequeñas gotitas con óxido por culpa de los tiempos que vienen y van; de tal manera que algunos vecinos percibían desde la tranquilidad de sus mecedoras, sobre la vereda descascarada del pasaje Cafeteros, menudas gotas de un tono arcilloso.
- Hay que remodelar ese techo, Dioclides – insistía doña Disnarda tomándose una taza de café en su mecedora.
- Sí, ya tiene su edad de Raúl. ¿Recuerdas, mamá? Que le pariste acá en la casa, en el oscuro, solo con un lamparín que suplicaba kerosene. Pobre mi hermano cuando nació, de frente se fue a chocar su cabeza. Yo pienso que por eso sufre siempre de esos dolores intensos.
- ¿Y qué tiene?, – Frunció el entrecejo doña Disnarda – ¿Por qué
está extraño?
- Dice Aidé que cuando llegó en la mañana de su entrevista de trabajo no dijo nada a nadie y desde hace ratos no sale de su cuarto. Yo he llegado hace una hora y me ha dicho que está avanzando con su tesis, sin abrirme la puerta.
Terminando de decir estas palabras, Dioclides, salió Raúl muy perfumado, con un look que le moldeaba muy bien el rostro alargado, dándole a sus ojos redondos, sus onduladas pestañas y a sus labios mezquinos, un aire angelical. Forzó una sonrisa feliz para distraer la preocupación que lo embargaba; de modo que un aire de sorpresa y tranquilidad reposó sobre el pecho de doña Disnarda, negándose a parir pensamientos oscuros sobre el devenir de su hijo, como cualquier madre que nace con el don del sexto sentido y la enfermedad de la preocupación.
La noche era joven y las nubes atiborradas iban dando paso al espectáculo crepuscular. Durante el camino, Raúl iba dialogando con su “yo interior”. Como hacer hora subió al Cerro Palmeras para contemplar el pedacito de mundo que era Iquitos, el resumen de un país agrietado por el golpe seco de la corrupción y el retraso educacional, cuyo antifaz de carteles publicitarios, los nuevos postes de alumbrado público y la pintura fresca del cruce peatonal en los semáforos, intentaban maquillar las lágrimas del pueblo. De pronto una estrella fugaz cruzó el firmamento y Raúl pensó en pedir un deseo, pero ya era grande para creer en esas cosas que le parecían estúpidas, además, en la universidad ya se había convertido en un “ateo promesa” para debatir con los teístas sobre la existencia de Dios; no obstante, se vio acorralado por la difícil situación en la que se encontraba y recordó la fragilidad del hombre ante un mundo lleno de enigmas y acertijos perpetuos. Entonces, regresó a su niñez en un cerrar de ojos y sintió una pena inmensa al recordar a su padre soltándole la mano para luego volar al infinito sin dejar rastros de su existencia. Pensó en lo sacrificado que era evadir las adversidades y la mortalidad en este planeta llamado tierra, en esta ciudad en que cada día los problemas sociales empezaban a manifestarse con más descaro que de costumbre. Pues el peso de los padecimientos del mundo, sumado a sus embrollos personales, aterrizaron sobre lo más hondo de su ser, reflejándose el dolor en sus párpados, donde dormían sus lágrimas de niño infeliz, de un ser fugaz, de humano imperfecto, de un animal viviente por el capricho de la naturaleza. Así, salpicaron sus lágrimas tibias que se negaban a despedirse de la cuerda floja que es el ímpetu juvenil y la ultramachista idea de que “el hombre no llora”.
Se despidió del lugar en que se encontraba, y sin volver la mirada, pisó un cambio y se fue sin dejar rastros de su presencia.
Llegó pensativo, divagando en sus adentros, consultando al viento presuroso sobre las decisiones que debería tomar. Era el doceavo mes del año y su último ciclo en la universidad. Llegó justo a la hora acordada, Jaqueline lo esperaba sentada en la vereda, con melena suelta y ojos por salírsele de tanto llorar. Ambos se abrazaron, con el mismo amor que se tenían y con el mismo temor a las cosas que se venían.
III
Jaqueline había tenido una vida dura. Sus cortos dieciséis años los vivió en su tierra natal: Tarapoto. La exuberancia de sus paisajes y la riqueza cultural, convertían a la ciudad en la más poblada de la región San Martín, y en el mejor lugar del mundo para vivir. Ella amaba tanto su tierra, su gente... pero una trágica madrugada del 2011 tuvo que venirse a Iquitos con su madre y su hermano de un año. Pero la estadía de su madre no duraría mucho, porque meses más tarde volaría al extranjero en busca de nuevas oportunidades, volviéndolo al hijo menor a la casa de la abuela para dejarlo bajo su custodia y dejando en Iquitos a la hija mayor expuesta al mundo. Jaqueline dejó atrás el recuerdo del abuelo sobre la orilla del río Huallaga, cuando sus labios añosos sacaban melodías a la armónica y cuando dedicaba un canto vibrante con la guitarra al viento fresco de las tardes en Machungo. Dejó la penumbra de su cuarto adornado con piedrecillas ornamentales recogidas en las mermas del Huallaga y su pequeña casa, sucumbida en la calle Víctor Raúl Haya de la Torre, donde todo olía a café y a trigo. Todas sus memorias se reflejaban en su mirada gris, sus ojos agresivos, y en su suave voz al narrar su historia en sus escritos improvisados en el viento. Fue el tiempo su barco, y el río, las decisiones que la trajeron justo en el preciso momento en que las cosas se ponían difíciles. En la universidad, el profesor de Seminario de Investigación III, ya la había advertido:
- ¡O trabajas, o estudias! ¡Tú decides! Este es un curso serio...
Meses más tarde le diagnosticaron el síndrome del intestino irritable, enfermedad que la consumía emocionalmente y con la que conviviría por el resto de sus días. Entrada a sus veinticuatro años, conoció a Raúl por esos tiempos de recuperación, entre cátedras universitarias y prácticas, dándose el primer beso bajo una lluvia tenue del 06 de diciembre entre el olor de la sábila y la linaza, en 2017. Desde aquel momento empezó una historia entre ambos, pasando por momentos complicados; sin embargo, esta situación reciente era un caso distinto, cuyo devenir era incierto.
Se secó las lágrimas y dijo suavemente:
- Dónde estabas...
- En el Cerro Palmeras. Hacía hora.
- ¿Cómo te fue?
- La subdirectora dijo que empezaba mañana.
- Era de esperarse.
- Jaqueline, por favor, respecto a lo nuestro, creo que podríamos solucionarlo...
- ¡No! No como tú quieres. Estoy muerta emocionalmente. Todo se me vino encima y la mejor decisión es...
- Tienes que entenderme...
- ¡Tú no me entiendes! Crees que las cosas para mí son así de fáciles. Ya tomé la decisión hace mucho tiempo. No quiero más esto.
- Pero... Jaqueline, no puedes dejarme así. Al menos déjame
explicarte...