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Ulises Pipa 

"El fuego del carnaval" 

 

El sol filtraba sus últimos rayos entre los grandes árboles, en dirección de mi campamento que estaba en medio de la selva. El viento acariciaba y peinaba los brotes tiernos del arroz, me gustaba ver como se movía el manto verde que formaba el arrozal y de ella alzaban vuelo algunas aves que iban a encontrar refugio en la copa de los árboles para guardar el sueño. El trabajo en la chacra me había distraído tanto, que no recordé que estaba en la víspera del carnaval y solo después de darme un baño frío y sentarme en el emponado de mi campamento a comer los bujuquis y sardinas con yuca, empecé a oír el bon bon bon, del bombo baile que acompañaba al sacado de palmera. Mi cuerpo reaccionó al sonido con un erizamiento de piel y agudización de los sentidos. Me paré, acto seguido encendí el lamparín, tanto que la oscuridad ya se imponía a la luz del día y me fui al único cuarto de mi campamento, tranqué bien la puerta, estiré las frazadas en el piso y cuidando de que mi cuerpo no se extendiese a una rendija del piso, y me quedé echado, junto a mi Winchester. Los sonidos de los animales nocturnos me eran tan normales otros días, que aquella noche, cada sonido que emitían, parecía que salía de algo maligno, parecía que algún engendro del demonio se reía y buscaba algún desdichado cristiano para Dios sabe qué. Me encomendé al Cristo, al que poco daba importancia en el pueblo y abracé la escopeta cargada y me puse a recordar a mis pequeños y a mi esposa. -Estarán preocupados por mí-. Le había dicho que hoy llegaría a casa y ya son casi las siete de la noche y el camino está muy oscuro, pensé. El miedo, no me dejó hacer la fogata nocturna, siempre acostumbraba a ir donde Octavio Salazar, a una media hora de camino de mi campamento, tomábamos masato o cenábamos hasta confundirnos con la noche, ya que así, no se sentía la noche tan larga, regrsaba tranquilo y sin malicia a alguna cosa extraña. Aquel día Octavio Salazar no había entrado al campamento, llevó una remesa de fariña a la ciudad unos días antes y de seguro a su regreso se quedó en el pueblo a pasar la fiesta del carnaval. Pero antes que vaya, Octavio Salazar, me dijo que fuera a dar un vistazo a su lote de carbón, en total 300 sacos, que lo habían hecho con su familia en seis meses de trabajo, con eso quería comprarse su pequeño motor fuera de borda y construirse un bote para transportar carga a la ciudad. Aquel día no fui a ver el campamento de mi amigo Octavio. No escuché ni a sus perros. Seguro estos regresaron al pueblo, viendo que Octavio no regresa al campamento. Por un momento albergué la esperanza de que los perros me acompañaran, pero estaba solo. Me senté en medio del mosquitero, rezando un padre nuestro, tomé valor y salí del campamento hacia el patio y disparé mi arma, para disuadir a algún espíritu o fiera mala que pretendía acercarse. El disparo dejó un eco, que es lo común cuando no impacta en algún objeto, el eterno sonido de los grillos y de cuanto ser viviente en la selva se emitía sin cesar. Yo no acostumbraba a fumar, pero ese día antes del almuerzo pasó por mi campamento Odilio Blanco, el montaraz del pueblo y con el mitayo que llevaba, un poco pesado, me dejó sus provisiones, que era un poco de masa de masato en una bolsa, también había algo de fariña y un par de docenas de mapachos. –Toma este mapacho Julián, para espantar los malos espíritus-, me dijo. Subí al emponado y saqué el mapacho del cuarto y encendí uno, torpemente fumé, años que no lo hacía, extrañamente recordando las palabras de Odilio, la tranquilidad me llegaba, entonces empecé a alejar los malos pensamientos y recordé las buenas charlas y chistes de Octavio, mi buen amigo. Me dejaba un tanto preocupado que aquel día no pude ir a ver el campamento de Octavio y me eché otro mapacho. El miedo por el carnaval y la salida de los demonios de aquella noche ya no me preocupaba. Odilio siempre acostumbraba a dejar ofrendas de mapachos al Yashingo en su chacra, según me decía que le gusta el tabaco a aquel ser de la selva, empuñé mi Winchester y me acerque un poco a los grandes árboles, dejando humo por mi alrededor, como quien formar una barrera contra los malos espíritus, dejé dos mapachos para el Yashingo y me regresé al campamento. La noche estaba clara y en mi trayecto hacia el campamento, alcé la vista y note una coloración rojiza más allá de la selva, como si ardía un gran fuego sobrepasando la copa de los árboles. Pensé que alguien a buena distancia había dejado quemando su chacra y no tomé importancia. Prendí el tercer mapacho. Debo confesar que cuando se fuma mucho y después de mucho tiempo, al no estar acostumbrado a fumar, te causa nauseas el mapacho. Dejé a mitad el tercer mapacho y la boca se me aguadijó y me vino muchas ganas de vomitar, me bajé presurosamente del emponado para no ensuciar el piso y corrí hacia el patio, la contracción de mi estómago por el vómito cesó al poco tiempo, la agitación me sentó en el patio y cuando alcé la mirada, el rojo que vi antes, se había incrementado, esta vez pude ver las flamas y las chispas por el aire, parecía como si el juego estaba a unos pocos metros de mi chacra. Me paré violentamente y recordé las historias de avistamientos de naves espaciales que decían ver algunos moradores del pueblo, que bajaban en bolas de fuego. Había rumores

que Octavio Salazar tenia contacto con seres extraños, esos mitos de pueblos que nunca creí del todo, y más si conocía muy bien a mi buen amigo Octavio. Otra vez recurrí a la idea de alguna chacra quemándose que se había desbordado, pero que pronto se acabaría. Sentado nuevamente en el emponado, por debajo de mi campamento empecé a notar animales que pasaban corriendo, añujes, majases, achunis, hasta algunas serpientes. Los pájaros volaban en plena noche hacia otros lados, el carnaval de sonidos estremecía la selva y esta vez el pánico empezó a punzar con más violencia. Quizás el demonio esté por estos lados y están saliendo en la noche del carnaval, pensé. Sentí que el cuerpo se me ponía grueso y no podía mover las extremidades, el pánico paralizaba todo, los animales tan cerca de mí, en un apocalíptico escape me mataban de nervios. En medio del caos, distinguí unas voces de animales, eran los llantos de los perros de Octavio, que estaban atormentados, -¡Dios, son de los perros de mi amigo! – me dije. Cogí el machete y la retrocarga, me cargué con todos los cartuchos que tenía y decidí ir en busca de los perros, que también eran mis compañeros en las noches solitarias. Octavio a veces dejaba encerrado a los perros para que no lo siguieran al pueblo. Empecé a correr y cada vez el llanto de los perros era menos, oía a dos de los tres perros, será que uno ya estará muerto, pensaba. Iba a trote a dar con los perros y a la distancia empecé a escuchar que algo se acercaba entre la oscuridad a velocidad, temerosamente levanté la linterna y solo vi un cuadrúpedo que venía por el camino a mi encuentro. Di media vuelta y empecé a correr, sentía la punzada de los dientes del animal entre mis piernas, propias del pánico mientras corría, boté todas mis cosas con el miedo, con la violenta corrida no advertí la resaltada aleta de un árbol que atravesaba el camino y me fui con todo el peso sobre el camino, tras eso sentí que las patas del animal me apresaban por la espalda y uno y otro, empezó a desgarrarse mis pantalones y sintiendo garras, levanté el brazo y cogí la pata de uno de ellos para defenderme, el animal me mordió, todo estaba confuso, no podía distinguir nada, solo el ladrido de uno de ellos me advirtió que eran los perros de Octavio que se habían escapado. Me paré inmediatamente y empecé a correr de vuelta hacia mi campamento. La oscuridad todo lo ponía confuso. Corrí tanto que no me di cuenta que ya había pasado mi campamento, además de chocarme con un alambrado de púas de un pasto, del criadero de búfalos del pueblo. La noche del carnaval aún se puso más violenta, cuando me vi en medio de la manada de búfalos que correteaban por el pasto, los perros en su trayecto hacia el pueblo iban alterando todo, enfadaron a los búfalos que perseguían a toda alma quien se movía. Uno de los búfalos empezó a perseguirme, sentía su aliento en mi espalda y no quería voltear, corrí hacia un viejo árbol caído y me metí entre el suelo y el árbol, el animal daba cornadas violentamente al árbol y con las patas golpeaba el suelo que fácilmente podía romper mi cabeza como a una sandía. El búfalo a los minutos siguió a la manada y me dejó libre, esperé que se alejaran tanto que no me vieran, para emprender el camino a casa. Solitario y sin ningún mapacho al quien confiar mi tranquilidad, cogí el sendero angosto hacia el pueblo, porque no quería pasar por el cementerio que estaba por la carretera amplia. Entre las siete y el momento en que me encontraba recién habían pasado cuatro horas, divisé las luces del pueblo y empecé a oír el bombo baile que se encumbraba hacia la media noche del carnaval. Pasé por la casa de mi buen amigo Octavio, estaba con su familia en su patio tomando masato con leva. Algo ebrio, me dijo, -Eh compadre, como andas esta hora y en noche de carnaval-. –Octavio, amigo, no sé qué pasó allá, por la chacra, tus perros y los animales empezaron a huir, solo vi un gran fuego, pero no sé qué lo provocó, ¿será que el demonio salió esta noche? -Compadre, nosotros pensamos lo mismo, mira los perros llegaron, el pobre Nerón tiene chamuscado parte de la cola. Pero no te preocupes cumpita, mejor tomemos unos tragos-. Tomé un trago de aguardiente y me despedí de Octavio, llegué hasta el mismo pueblo, desperté a mi mujer y me acerqué a ver a mis hijitos. Mi mujer, preocupada y sorprendida por mi llegada me calentó algo de comida. –Julián, antes de ayer Odilio se peleó con tu amigo Octavio, se pusieron a tomar en el puerto, y como Octavio es un lioso, golpeó a Odilio. Ahora está en su casa celebrando el cumpleaños de su hija la mayor, mató una huangana y un majaz, llegó a eso de las tres de la tarde. –Me invitó a comer a su casa, pero como no viniste no me fui. -Tengo que ir a saludar a Odilio, mujer. Mi mujer se cambió de ropa y fuimos donde Odilio. –Eh Julián, amigo, pensé que no ibas a venir, pensé que ya te comió el supay, ja ja. –Mira Julián, ya te habrás enterado de mi pelea con Octavio, dice que le tiró a mi hermana, la última. Ese es un baboso y nos fuimos a una mecha. Todos en el puerto lo vieron, el hijo de puta me empujó al barro y aprovechó en golpearme. Pero ya me vengué Julián. -¿Cómo te vengaste Odilio? –Ja ja ja, ya te enterarás mañana Julián, ya te enterarás. Al día siguiente Octavio interrumpió mi almuerzo llorando. Julián, cumpita, todo mi carbón se quemó, las trescientas sacas se hicieron cenizas. Odilio había dejado un mapacho encendido entre los sacos de carbón, provocando ese gran fuego de la noche del carnaval.

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